martes, 2 de julio de 2013

Relato.

Una noche más, tumbado en la cama con mi música alta, mis pensamientos y yo, yo y mis pensamientos... Sin nadie más, metido en mi propio mundo. Pero algo me hizo volver a la realidad, a esa realidad a la que odiamos y llamamos vida. Sentí miedo, es más, lo tuve en frente de mí, como retándome, como diciéndome '' Eh, aquí estoy yo'' y me sentí mal, hasta conmigo mismo. Supongo que a eso se le llama impotencia, porque a veces querer no es poder, sino un quiero y no puedo constante. En un simple segundo, tembló toda la casa y tembló mi cuerpo entero. Fue muy rápido todo. Duró minutos pero para mí duró una eternidad, un infierno. Bajé las escaleras lo más rápido posible antes de quedarme atrapado allí. Salí, estaba ya sano y salvo, pero algo me hizo regresar y volver a luchar con más fuerza aún: ella. No podía dejarla ahí y aunque ya habían trozos de ladrillos por el suelo y sabía que se podía desplomar en cualquier momento, tenía la necesidad de encontrarla, de querer retenerla siempre a mi lado y no me imaginaba perderla para siempre, no quería. Nada más volver a entrar, la oí gritando atrapada entre los escombros y lo que quedaba en pie, sin poder salir. Mi corazón parecía que se iba a ir de mi pecho, y me costaba mantener el equilibrio así que me agarraba a lo que podía, intentando que no se cayera todo encima mía. Finalmente, llegué a donde estaba y tuve que echar la puerta abajo lo más veloz posible para que pudiésemos correr los dos, juntos. Pero tardé demasiado tiempo y se oyó como la pared de esa habitación se desquebrajaba por instantes. Dejó de gritar. Pero entonces, empecé a gritar yo. Sólo repetía su nombre, una y otra vez, con más fuerza, mientras retiraba todo para poder entrar. Cuando por fin lo conseguí, la vi tirada en el suelo entre polvo y trozos de muebles. Inmediatamente la cogí y mientras superaba todos los obstáculos de por medio, la miraba de reojo. Estaba tan guapa como siempre. Todo seguía temblando, y se iba cayendo a medida de que iba avanzando. No me importaba, sólo quería salir de allí cuanto antes, con ella. Y lo conseguí. Gané mi propia batalla con el miedo, pero me daba igual. Estaba muerto en vida, porque ella no reía, no lloraba ni tan siquiera gritaba. Sólo guardaba silencio. Por fin, dejó de temblar todo y vi como mi casa se derrumbaba por completo. Pero no estaba centrado en eso, ni tan siquiera me importó. Estaba tumbada en el suelo, la acaricié la cara mientras yo no paraba de llorar, haciendo lo que sea para que recobrara el pulso, para que no se fuera, aún no, era pronto. Se oía desde lejos los gritos de desesperación de la gente. Y todo estaba despejado porque ya no había edificios, sino trozos de piedras esparcidos por todas partes. Las sirenas de las ambulancias sonaban lejos, pero cerca. Así que recé. No paraba de hacerla esos masajes cardíacos en el pecho que veía por la tele cada mañana aburrida en mi sofá, haciéndola el boca a boca desesperadamente, poniendo en práctica todos los ejercicios que recordaba en series de médicos, que creía tonterías. Pero funcionó. Volvió a hablarme, a decir mi nombre casi en susurro, dolorida por las heridas que recubrían algunas partes de su cuerpo y la abracé con cuidado mientras me quitaba las lágrimas de la cara y el mundo para mí, desapareció, menos nosotros. Entonces, volví a la vida.  

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