Una noche más, tumbado en la cama con
mi música alta, mis pensamientos y yo, yo y mis pensamientos... Sin
nadie más, metido en mi propio mundo. Pero algo me hizo volver a la
realidad, a esa realidad a la que odiamos y llamamos vida. Sentí
miedo, es más, lo tuve en frente de mí, como retándome, como
diciéndome '' Eh, aquí estoy yo'' y me sentí mal, hasta conmigo
mismo. Supongo que a eso se le llama impotencia, porque a veces
querer no es poder, sino un quiero y no puedo constante. En un simple
segundo, tembló toda la casa y tembló mi cuerpo entero. Fue muy
rápido todo. Duró minutos pero para mí duró una eternidad, un
infierno. Bajé las escaleras lo más rápido posible antes de
quedarme atrapado allí. Salí, estaba ya sano y salvo, pero algo me
hizo regresar y volver a luchar con más fuerza aún: ella. No podía
dejarla ahí y aunque ya habían trozos de ladrillos por el suelo y
sabía que se podía desplomar en cualquier momento, tenía la
necesidad de encontrarla, de querer retenerla siempre a mi lado y no
me imaginaba perderla para siempre, no quería. Nada más volver a
entrar, la oí gritando atrapada entre los escombros y lo que quedaba
en pie, sin poder salir. Mi corazón parecía que se iba a ir de mi
pecho, y me costaba mantener el equilibrio así que me agarraba a lo
que podía, intentando que no se cayera todo encima mía. Finalmente,
llegué a donde estaba y tuve que echar la puerta abajo lo más veloz
posible para que pudiésemos correr los dos, juntos. Pero tardé
demasiado tiempo y se oyó como la pared de esa habitación se
desquebrajaba por instantes. Dejó de gritar. Pero entonces, empecé
a gritar yo. Sólo repetía su nombre, una y otra vez, con más
fuerza, mientras retiraba todo para poder entrar. Cuando por fin lo
conseguí, la vi tirada en el suelo entre polvo y trozos de muebles.
Inmediatamente la cogí y mientras superaba todos los obstáculos de
por medio, la miraba de reojo. Estaba tan guapa como siempre. Todo
seguía temblando, y se iba cayendo a medida de que iba avanzando. No
me importaba, sólo quería salir de allí cuanto antes, con ella. Y
lo conseguí. Gané mi propia batalla con el miedo, pero me daba
igual. Estaba muerto en vida, porque ella no reía, no lloraba ni tan
siquiera gritaba. Sólo guardaba silencio. Por fin, dejó de temblar
todo y vi como mi casa se derrumbaba por completo. Pero no estaba
centrado en eso, ni tan siquiera me importó. Estaba tumbada en el
suelo, la acaricié la cara mientras yo no paraba de llorar, haciendo
lo que sea para que recobrara el pulso, para que no se fuera, aún
no, era pronto. Se oía desde lejos los gritos de desesperación de
la gente. Y todo estaba despejado porque ya no había edificios, sino
trozos de piedras esparcidos por todas partes. Las sirenas de las
ambulancias sonaban lejos, pero cerca. Así que recé. No paraba de
hacerla esos masajes cardíacos en el pecho que veía por la tele
cada mañana aburrida en mi sofá, haciéndola el boca a boca
desesperadamente, poniendo en práctica todos los ejercicios que
recordaba en series de médicos, que creía tonterías. Pero
funcionó. Volvió a hablarme, a decir mi nombre casi en susurro,
dolorida por las heridas que recubrían algunas partes de su cuerpo
y la abracé con cuidado mientras me quitaba las lágrimas de la cara
y el mundo para mí, desapareció, menos nosotros. Entonces, volví a
la vida.
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